Cada vez se oye hablar más de las intolerancias
alimentarias. Pero ¿qué son realmente? ¿Qué importancia tienen para nuestra
salud? ¿Pueden estar detrás de algunos problemas metabólicos, alérgicos,
dermatológicos, dolores, o incluso trastornos emocionales, entre otros, que son
resistentes a los tratamientos habituales?
En la Cumbre Mundial
Sobre Enfermedades No Contagiosas, organizada por la ONU y celebrada en Nueva York
el año 2011, se reconoció, una vez más, la evidencia de que la mayoría de estas
enfermedades son condiciones médicas que se podrían evitar mejorando los
hábitos alimenticios y el ejercicio físico. De ahí que, a pesar de los
continuos avances científicos, médicos y tecnológicos, esté aún vigente la
antiquísima frase que Cervantes puso en boca del Quijote –la salud de todo el cuerpo se fragua en la oficina del estómago.-
Pues bien, si queremos prevenir una buena parte de
enfermedades crónicas, autoinmunes o degenerativas, que están abrumando a
nuestra sociedad, debemos centrarnos primordialmente en ese ámbito básico de
nuestra salud, el alimentario, dándole la atención que realmente merece. Y es ahí
donde toman relevancia las llamadas intolerancias alimentarias, que agrupan una
serie de trastornos muy variados, pero cuyas causas principales se derivan de
una alimentación desequilibrada o inadecuada con respecto a la naturaleza y
estado individual de cada persona, y que, según las actuales estimaciones puede
situarse, aproximadamente, en un 30% de la población.
Algunos alimentos o nutrientes pueden provocar reacciones
adversas de nuestro organismo, pudiendo manifestarse algunas alteraciones, de
forma rápida como en el caso de las alergias, o de forma lenta, pasando desapercibidas
durante mucho tiempo, lo que dificulta su identificación, y promoviendo
diversos trastornos de forma insidiosa. Por ello, debemos diferenciar entre posibles
causas tóxicas o no tóxicas, y luego, entre éstas últimas, las que utilizan mecanismos
inmunológicos y las que no los utilizan. Para hacernos una idea más clara de
ello podemos observar el siguiente cuadro:
Es importante diferenciar entre alergias e intolerancias alimentarias
no alérgicas, pues son conceptos distintos, aunque tengan en común que
intervienen en reacciones adversas a ciertos alimentos. La diferencia reside en
si interviene el sistema inmunológico o no.
Las alergias se producen cuando un alérgeno (que
generalmente es una proteína específica de un alimento) es capaz de
desencadenar una reacción alérgica al provocar la intervención inmediata del
sistema inmunológico generando anticuerpos del tipo inmunoglobulinas E (IgE),
que lo identifican como sustancia extraña y perjudicial. Ésta sería la alergia
alimentaria clásica, de reacción inmediata y potencialmente grave. En otras
ocasiones, en las que también interviene el sistema inmunológico pero no
mediante los anticuerpos IgE, el organismo no reacciona frente a algunas
proteínas, en muchas ocasiones, como si de una sustancia extraña se tratara, pero
sí que se puede producir una sensibilización inmunológica con la formación de
anticuerpos mediante las inmunoglobulinas G (IgG), que son de la misma
naturaleza que las producidas frente a microorganismos, de forma que responde
de forma anormal ante nuevas ingestas del alimento en cuestión, siendo en
general, su manifestación sintomatológica, menos aparatosa y menos rápida que
las que producen los anticuerpos IgE, revelándose como una
afección que puede mejorar y modificarse si se realizan los cambios adecuados
en la dieta. Esta sería una sensibilidad alérgica distinta a la clásica, con
una reacción más retrasada, causante de intolerancias alimentarias.
Siguiendo con el cuadro anterior se observan que hay otras posibles
causas en las intolerancias alimentarias en las que no intervienen los
mecanismos inmunológicos. Una mala masticación puede ser el inicio de problemas
digestivos y metabólicos. El exceso o falta de ácidos gástricos, la insuficiencia
de enzimas digestivas, las combinaciones excesivas de alimentos, la ingesta de
productos tóxicos o poco saludables, las alteraciones en la flora o el aumento
de permeabilidad intestinal, en la que la absorción de alimentos no se produce
correctamente y entran en la sangre toxinas, antígenos, patógenos y alimentos
parcialmente digeridos. El exceso de medicamentos también puede favorecer esa
permeabilidad intestinal o desequilibrios en la flora y fauna intestinal. Los
efectos psicosomáticos de algunos estados emocionales alterados por estrés o
ansiedad, pueden llegar a provocar importantísimos problemas. Además, si
persisten estos problemas, posteriormente y, de forma secundaria, el sistema
inmunológico puede acabar actuando mediando anticuerpos IgG.
La detección de aquellos alimentos que, por una razón u
otra, no son bien tolerados por el organismo de una persona, y la consecuente
restricción en su alimentación, pueden ser de gran utilidad para prevenir y
mejorar algunos de los problemas que no responden a tratamientos habituales, o
incluso para aquellos a quienes se les ha diagnosticado una enfermedad autoinmune.
Se han verificado mejoras, muy especialmente en trastornos gastrointestinales
(dolores abdominales, diarrea, hinchazón, síndrome de colon irritable,
estreñimiento crónico…), pero también de forma significativa en alteraciones
dermatológicas (acné, eczema, psoriasis, urticaria…), en problemas
respiratorios (asma, rinitis, dificultad respiratoria…), en problemas articulares
(artritis, fibromialgia, fatiga…), en molestias neurológicas (dolor de cabeza,
migraña, mareo, náuseas, vértigo…), en trastornos psicológicos (ansiedad,
depresión, hiperactividad…).
También puede resultar útil esa restricción en algunos casos
de sobrepeso, retención de líquidos y obesidad, incluso en personas que no
responden a las habituales dietas de adelgazamiento hipocalóricas o disociadas,
ya que en esos casos el sistema
inmunológico puede estar actuando, intentando neutralizar los efectos perjudiciales
de ciertos alimentos incorrectamente metabolizados y no asimilados, formando unos
inmunocomplejos que provocan una retención hídrica o grasa que envuelve a
dichos restos alimenticios a los que la persona es sensible, provocando situaciones
de edema, especialmente a nivel extracelular, aumentando la presión
coloidosmótica del plasma sanguíneo y disminuyendo el filtrado y eliminación de
líquidos.
Las intolerancias más comunes en la población son a la
lactosa (leche de vaca) y al gluten (cebada, trigo, avena), pero también la hay
a la sacarosa, la trehalosa, la fructosa, la galactosa… Se da al consumir
alimentos o productos que contienen estos alimentos como la leche, huevos,
trigo, cebada, azúcares, pescados, mariscos, etc.
En algunas pruebas se detectan también aquellos minerales
con los que se tiene dificultades de absorción (acarreando una posible
carencia), pudiendo ser esta información muy útil para comprender qué
trastornos pueden estar relacionados con este problema y saber hacia dónde hay
que dirigir los esfuerzos para favorecer su absorción, más que administrar
cantidades ingentes de minerales como suele hacerse en multitud de ocasiones y
que, al no ser absorbidos, pueden provocar problemas añadidos.
Por todo lo expuesto, puede ser muy importante averiguar las
posibles intolerancias alimentarias para prevenir enfermedades y asegurarse una
mejor calidad de vida, facilitando así la implementación de un régimen
alimenticio adaptado a las necesidades y capacidades de cada uno, al mismo
tiempo que sea más sano, equilibrado y natural.
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