Los espectadores de televisión ven en su pantalla anuncios
que hablan de los efectos benéficos de los ácidos grasos Omega-3 para el
sistema cardiovascular. Sin embargo este beneficio no es más que la punta del
iceberg, pues sus beneficios se extienden a la prevención y mejora de
inflamaciones intestinales, articulares, alergias, asma, psoriasis, diabetes,
cáncer…, patologías muy diferentes entre si, tratadas por especialistas también
muy distintos y, sin embargo, todas ellas comparten como factor común los
ácidos grasos poliinsaturados Omega-3. ¿Cuál es el secreto? En el año 2009
escribí un libro titulado “Omega-3 La salud inmediata”. Basado en él, os iré
revelando, periódicamente, algunas de las investigaciones que avalan su
utilización preventiva y terapéutica en diversas patologías.
Todo empezó en los años 70 al observar que los esquimales
sufrían menos problemas cardiovasculares que otras poblaciones. Se comparó a
aquellos que emigraron a otros países con los que permanecían en su propia
tierra, comprobando que los que habían marchado llegaban a tener ocho veces más
posibilidades de sufrir un accidente cardiovascular que los que se habían
quedado, atribuyéndose la diferencia al consumo de pescado. A partir de ahí se fueron sucediendo
investigaciones en todo el mundo y ya, en el año 1982, se publicaban resultados
de estudios que confirmaban que la alta longevidad de los japoneses y su baja
prevalencia de enfermedades cardiovasculares, se debían al alto consumo de ácidos
grasos Omega-3 en su dieta, través del consumo de pescado.
Los ácidos grasos poliinsaturados Omega-3, son unos lípidos
que se encuentran mayormente en el pescado azul –arenque, sardina, caballa,
atún, bonito, salmón…-, así como en algunas semillas vegetales, siendo
considerados nutrientes esenciales porque el organismo humano no puede
sintetizarlos y debe ingerirlos mediante la alimentación. Son componentes
fundamentales de las membranas celulares, determinando su fluidez y
flexibilidad, e interviniendo, entre otras funciones, en la formación de algunas
hormonas, en el buen funcionamiento del sistema inmunitario, en la correcta
formación de la retina o de las neuronas.
Un aspecto importantísimo que se debe precisar es que los
dos grupos de ácidos grasos poliinsaturados esenciales más importantes son los
Omega-6 y los Omega-3, siendo ambos necesarios para importantísimas funciones
de nuestro organismo. Sin embargo, los Omega-6 en su mayor parte, originan unas
sustancias parecidas a las hormonas –llamadas eicosanoides negativos- que
tienen propiedades inflamatorias, coagulantes y vasoconstrictoras, mientras que
de los Omega-3 se derivan eicosanoides positivos, con propiedades
antiinflamatorias, anticoagulantes y antivasoconstrictoras. Se deben ingerir ambos
nutrientes para disponer así de los eicosanoides necesarios para poder actuar
según sus necesidades, manteniendo su equilibrio.
Diversas investigaciones han mostrado que la proporción idónea
entre Omega-6 y Omega-3 debe ser de 2:1 a favor de los primeros. De esta forma,
el organismo dispone de recursos inflamatorios suficientes y que, en justa
medida, son recursos reguladores a disposición del sistema inmunitario. Sin
embargo, nos encontramos con un fenómeno generalizado en la mayoría de
poblaciones que siguen el modelo de dieta occidental, en la que la proporción
entre Omega-6 y Omega-3 es de 10:1 o 15:1. En Estados Unidos podemos encontrar
incluso proporciones que llegan a 50:1. Estas dietas, excesivamente ricas en
Omega-6 y pobres en Omega-3, sumen al organismo en un estado proinflamatorio
permanente y, aunque la inflamación es un recurso defensivo fundamental, cuando
se alarga en el tiempo puede provocar graves problemas de salud.
Los Omega-6 se encuentran mayormente en semillas y aceite de
girasol, cártamo, onagra, soja, sésamo, maíz… También hay carnes que lo
contienen abundantemente, especialmente aquellas procedentes de animales
alimentados intensivamente con derivados de semillas ricas en Omega-6. Los
aceites con abundancia de Omega-6 suelen ser más económicos y por ello, más
utilizados por la población. Lo mismo ocurre con los alimentos elaborados
industrialmente. Por otro lado, el gran consumo de azúcares y carbohidratos
aumenta aún más la presencia del llamado ácido araquidónico, que es el Omega-6
con mayor responsabilidad inflamatoria, debido a que modifican la actividad
transformadora de algunos enzimas sobre los ácidos grasos, provocando una mayor
presencia de eicosanoides negativos. Si a todo ello le unimos una baja o nula
ingesta de Omega-3, tenemos como resultado este alarmante desequilibrio
nutritivo que comporta consecuencias muy serias para la salud.
Se ha comprobado que el exceso de Omega-6 promueve la
génesis tumoral, mientras que los Omega-3 compensan e incluso pueden
neutralizar esta desproporción, convirtiéndose en un factor importante para
evitar el desarrollo y la progresión de varios tipos de cánceres. Importantes
investigaciones han demostrado que los Omega-3 son apoptóticos para las células
cancerosas –aceleran su muerte-, respetando en cambio a las células sanas.
Además, varios estudios han constatado que el cáncer es menos común en zonas
como Japón, donde se consume mayores cantidades de animales marinos,
considerándose responsables de ello a los Omega-3.
La cantidad de investigaciones que demuestran los beneficios
de los Omega-3 en las patologías orgánicas anteriormente dichas es abrumadora.
Pero no solo es importante en enfermedades físicas, sino que también lo es, y
mucho, en trastornos mentales y emocionales, ya que su presencia es fundamental
en el sistema nervioso. Estos efectos beneficiosos para la salud mental y
emocional fueron confirmados en el año 2006 mediante un metaanálisis llevado a
cabo por la Asociación Psiquiátrica Americana, máxima autoridad mundial en
psiquiatría, que a la vista de los irrefutables resultados recomendó el consumo
diario de Omega-3.
Un déficit de Omega-3 disminuye la permeabilidad de las
membranas celulares, ya que la célula los reemplaza mayoritariamente por otras
grasas que encuentra, teniendo como principal consecuencia severas mermas en la
capacidad moduladora de la neurotransmisión y disminuyendo la sinapsis
nerviosa, siendo el estrés al que se ven sometidas las sociedades modernas, lo
que agrava aún más la situación, pues aumenta las necesidades de Omega-3 y hace
más dramático su déficit.
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